El arte de perderse
Lic. Carlos Churba
Hay un momento en el camino de la vida en que comprendemos que perderse no es un accidente, sino un arte. Quizás ocurre cuando el desasosiego se instala en el pecho y las certezas que creíamos sólidas se disuelven como sal en agua. Entonces comenzamos a caminar sin mapa, a través de un laberinto donde cada vuelta revela no una salida, sino una pregunta más profunda.
La búsqueda de sentido no es una línea recta. Es una espiral ascendente que nos devuelve una y otra vez a los mismos lugares, pero transformados, con ojos nuevos. En ese trayecto descubrimos la resonancia: esa vibración invisible que nos conecta con personas que apenas conocemos, con paisajes que nunca antes habíamos visto, con objetos que guardan historias ajenas y propias a la vez. Es el misterio de reconocernos en lo extraño, de encontrar en el afuera un eco de nuestro interior.
El silencio nos enseña. En su vastedad aprendemos que el vacío no es ausencia sino posibilidad, un espacio donde algo nuevo puede nacer. Como el fluir del agua que busca su cauce sin resistencia, necesitamos esa apertura: soltar las manos, permitir que el viento en el rostro nos recuerde que estamos vivos, que sentimos.
La sed es nuestra maestra. Nos mueve, nos inquieta, nos mantiene despiertos. Y justo cuando creemos que el desierto es infinito, aparece el amor sorpresivo, como un manantial en medio de la arena. No el amor que buscábamos, sino el que necesitábamos: imprevisto, desconcertante, perfecto en su imperfección.
La pasión nos atraviesa entonces como un rayo. No la pasión domesticada de los planes y las agendas, sino esa fuerza primordial que nos empuja hacia la trascendencia, hacia aquello que nos supera. En ese instante comprendemos que perderse era necesario. Que solo extraviándonos podíamos encontrarnos. Que el laberinto no era una trampa sino un maestro, y que cada paso incierto nos acercaba, paradójicamente, a casa.
